Bailar la vida: una filosofía en movimiento
- Bárbara Balbo
- hace 17 horas
- 3 Min. de lectura
La danza ha acompañado al ser humano desde tiempos remotos. Antes de que existiera la palabra escrita, ya se danzaba. Antes de que se narraran historias con palabras, se contaban con el cuerpo. La danza no ha sido solo entretenimiento o rito; ha sido un lenguaje esencial, un modo de habitar el mundo. Y es por eso que, más allá del arte, considero que sigue siendo una poderosa filosofía de vida.
Bailar la vida: una filosofía en movimiento

Origen de la palabra “danza”
La palabra danza proviene del antiguo francés dancier, que a su vez podría tener origen germánico, relacionado con danson, que significa ‘estirarse’ o ‘moverse’. En sus raíces más antiguas, está ligada a la idea de desplazarse, de cambiar de estado, de moverse con ritmo. No es casualidad que el concepto de danza esté vinculado desde su etimología a la noción de movimiento. Porque vivir es, esencialmente, que en todo momento alguna parte de nuestro cuerpo esté en movimiento.
La danza como reflejo de la existencia
Bailar es asumir que nada permanece quieto. Es reconocer que la vida es cambio, transformación, cadencia que sube y baja, tiempos rápidos y lentos. En la danza, como en la existencia, a veces se lidera y otras se sigue. Hay momentos de luz y de sombra, de plenitud y de pausa. Quien baila sabe leer esos signos y adaptarse al ritmo, sin resistirse al compás que propone la música invisible del tiempo.
Una filosofía de vida: siempre bailar
Adoptar la danza como filosofía de vida es aceptar el movimiento constante de las cosas. Es no quedarse en la trampa de vivir con una única certeza. Es aprender a improvisar cuando un paso no viene a la memoria porque nuestra mente se ha ido o porque cambia la melodía; es girar cuando se cierra un camino, y detenerse sin miedo cuando el ritmo se aquieta.
Bailar la vida significa también encontrar belleza en los desequilibrios, en los pasos en falso, en los cambios inesperados, en los errores. Significa reconocer que, incluso cuando sentimos nuestro y cuerpo y alma abatidos, hay un compás secreto que sostiene todo. Y que basta con escucharlo para volver a moverse.
El cuerpo como territorio sagrado
Muchas veces la vorágine social nos exige desconectarnos de nuestro ser más íntimo, y bailar, literal o metafóricamente, es una forma de reconciliación con nuestro ritmo vital, de devolverle al cuerpo su lugar como territorio sagrado, como primer hogar. Es un acto de libertad personal y de comunión con nuestro entorno, porque toda danza, incluso la más íntima, dialoga con el espacio y con todas las personas que nos rodean.
Bailar es vivir
Decía Nietzsche, allá por el 1883-85, que no puede creerse en ningún dios que no sepa bailar. Así lo expresaba a través de Zaratustra, el personaje que encarna su filosofía y que habla sobre el espíritu libre, la vida afirmativa y la importancia de la danza como símbolo de celebración de la existencia, del devenir y del eterno retorno. Porque la danza es la expresión máxima de una existencia que no se resigna, que sigue, que respira, que se adapta y que celebra. Y porque, cuando todo cambia, y todo cambia siempre, quienes saben bailar la vida no se quiebran: simplemente cambian de ritmo.
Así que, mientras suene la música, o incluso en el silencio, sigamos bailando. Porque, al final, no se trata de la perfección de los pasos, sino de no dejar de moverse. De no dejar de vivir.
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