El eco del miedo
- Bárbara Balbo
- 21 mar
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 24 mar
Valeria y Álvaro habían disfrutado de una cena perfecta. Entre risas y miradas cómplices, el ambiente estaba cargado de una seducción sana, ligera, juguetona. Todo parecía fluir de forma natural, como si aquella noche estuviera escrita en el destino. Luego de la cena, decidieron seguir la velada en una discoteca junto a un grupo de amigos. La música vibraba en sus cuerpos mientras las luces titilaban en un ritmo hipnótico. Bailaron, bebieron moderadamente y disfrutaron de la compañía mutua.
El eco del miedo

En un momento de la noche Álvaro se levantó de la mesa y fue al baño. Valeria siguió conversando con uno de los amigos del grupo. Entre el estruendo de la música y las luces intermitentes, se inclinó hacia él para escuchar mejor. Rieron sin segundas intenciones, sin que nada pareciera fuera de lugar. Pero cuando Álvaro volvió, su expresión había cambiado. Su mirada era oscura, sus hombros rígidos. Se acercó sin titubeos, la tomó del brazo con fuerza y la arrastró fuera sin dirigir una palabra a nadie.
El aire helado de la madrugada la envolvió al salir. Quiso soltarse, pero su cuerpo no reaccionó. Conocía ese estado en él. Lo había visto antes, aunque nunca con tanta furia contenida. Sin darle opción, la empujó dentro del coche y arrancó.
La ciudad pasaba como un borrón tras la ventanilla. Valeria respiraba con dificultad, tratando de ordenar sus pensamientos. No se atrevió a preguntar a dónde iban. Sabía que no recibiría respuesta.
El coche se detuvo frente a un hotel. Álvaro se mostró amable con el recepcionista, como si nada hubiera ocurrido. Subieron en silencio. En la habitación, la luz tenue hacía parecer el lugar más pequeño de lo que era.
Y entonces, como si la escena anterior no hubiera existido, Álvaro la abrazó. Le acarició el rostro con suavidad. Le hizo el amor sin brusquedad, con una ternura que solo añadía más confusión. Pero Valeria no podía respirar. Su cuerpo estaba ahí, pero su mente vagaba lejos, atrapada entre el miedo y el desconcierto.
Minutos después, él se incorporó y tomó uno de sus tacones. Sus ojos brillaban con rabia contenida.
—Si vuelves a hablar con ese imbécil, te lo clavo en la cabeza —murmuró, apretando el zapato entre los dedos.
El pánico la paralizó. Quiso decir algo, pero la voz no le salió.
Él agitaba el tacón como si en cualquier momento pudiera cumplir su amenaza. Luego gritó. Cada palabra era un golpe invisible. Valeria reaccionó tarde. Se lanzó hacia el baño, pero la puerta no cerró bien. Apenas tuvo tiempo de darse la vuelta antes de sentir el tirón brutal en su cabello.
El dolor le arrancó un grito, pero la habitación se tragó el sonido. Y luego vino la bofetada. Fuerte, seca, tan violenta que su cabeza giró por la inercia del impacto.
El hotel permanecía en silencio. Como si nada hubiera pasado.
Cuando el amanecer asomó tras las cortinas, salieron. Álvaro conducía despacio, lanzando amenazas con la misma calma con la que cambiaba de marcha. De vez en cuando, su puño encontraba su brazo, su muslo. No lo suficiente para dejar marcas visibles. Solo para recordarle quién tenía el control.
Valeria dejó de escuchar. Su mente iba muy por delante de ella, planeando la única salida posible.
Esperó el momento justo y, en un impulso desesperado, llevó la mano al seguro de la puerta. Intentó abrirla.
El aire helado entró de golpe cuando lo logró. Pero Álvaro reaccionó más rápido. Tiró de ella con brutalidad y, en el forcejeo, el coche derrapó. Un claxon. Unos faros demasiado cerca. Un frenazo brusco.
El auto se detuvo de golpe. Valeria apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de que Álvaro la obligara a bajar. En plena calle, con los autos pasando a su lado, la empujó al suelo.
—Pídeme perdón —espetó, con la cara desencajada por la ira.
Valeria sintió el frío del asfalto bajo sus rodillas. Miró alrededor. Gente pasaba. Algunos observaban. Pero nadie se detenía.
Las lágrimas cayeron sin que pudiera evitarlo. Y entonces, de la nada, una anciana se acercó. Con el rostro arrugado y un bastón tembloroso, golpeó a Álvaro en el brazo.
—¡Deja en paz a la muchacha, cobarde! —gritó con más fuerza de la que su cuerpo aparentaba tener.
Por primera vez en horas, Valeria vio una salida.
Corrió sin pensarlo. Descalza, con el frío calándole los huesos, sin saber a dónde ir. Se detuvo en una tienda y pidió ayuda, pero la miraron con desconfianza. En la segunda, la historia se repitió. Su aspecto desaliñado, la cara hinchada, el miedo en su voz… la tomaban por una borracha.
Finalmente, se dejó caer en un banco. Contó los latidos frenéticos en su pecho. Se aferró a la única idea que tenía sentido: la comisaría.
Caminó durante casi una hora hasta llegar. Y, entonces, vinieron las preguntas. Frías. Humillantes. ¿Había bebido? ¿Por qué no se fue antes? ¿Por qué seguía con él? ¿Había dicho que no? ¿Le pedó con el zapato o no?
Cada palabra era un dardo. Cada mirada de duda, un golpe más. Cuando salió de allí, se sentía aún más pequeña.
Caminó hasta su casa, pero sin su bolso, no tenía llaves. Esperó a que amaneciera un poco más y llamó a su amiga Andrea.
Aún con miedo. Aún temblando. Aún sin entender cómo había terminado en esa pesadilla.
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